Detrás del bronce hubo carne

El combate había concluido, los campos teñidos de sangre y el graznido de las aves carroñeras dictaban un veredicto confuso; para la historia fuimos los vencedores. En algún momento, entre las cargas de bayoneta y los sablazos a lomo de caballo, el general fue herido. Su aspecto alejandrino parecía diluirse en el aire, escapando con cada suspiro, con cada quejido, con cada convulsión. Los brujos locales llaman a este proceso la fiesta del espíritu, arguyen que herido el cuerpo, el alma puede al fin liberarse de su prisión de carne. Por supuesto que nadie dijo nada similar frente al hombre que había conducido a la victoria y la libertad a los pueblos oprimidos. Ninguno de los presentes quería mancillar con absurda metafísica, que en momento así se confunde con cobardía, el final del héroe; ya bastante mal hacíamos a su honra cobijándolo y aplacando los dolores que le aquejaban.

Alguno dijo en tono que pretendía estoicidad: “La gloria sea con el Libertador”. Los ojos que hasta el momento habían permanecido hundidos y abstraídos como presagio de la corrupción del cuerpo, se encendieron de vida una vez más. Sin incorporarse nos miró a todos y cada uno; tras unos segundos que se dilataron en la penumbra del cuartucho, dijo: “La gloria es el botín de los muertos”. Y la llama que ardió se consumió, y con ella se perdió nuestra convicción. Cierto es que nadie contó jamás las que fueran las últimas palabras del difunto (hasta hoy). Creo que ese mutismo fue el valeroso intento de nosotros, sus fieles, por preservar la imagen del máximo prócer. Ahora temo que fallamos en nuestra misión. Acaso, en su ingenio, pretendió librarnos también de la idolatría y el fanatismo.

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