El Primero, el que sabía todos los nombres (los metafísicos pregonan que los inventó) definió cada cosa que ante sus ojos se posó. Así dio nombre a la montaña, al río, al sol, al águila y a la serpiente, incluso al viento invisible y a los espíritus indescifrables. Los cronistas cuentan que, terminada su labor, abandonó el mundo.
Las hipótesis al respecto exceden cualquier compendio.
Por mi parte me inclino en favor de los pesimistas románticos que afirman haber descifrado la intimidad de su corazón (así les gusta creerlo). Arguyen que el fatídico día, contemplando el cielo, o el lago que copiaba al cielo, El Primero se percató de la imperfección de su faena. Había dado un nombre a cada cosa, un artificio del lenguaje capaz de conjurar un río o aludir su forma, pero que nunca expresaba el río. Y que todos los ríos desde ahora y para siempre, responderían a ese río que él soñó y que nadie jamás vería (¿por algún albur lo intuirían?). Frustrado, aseguran, se dió muerte o se inmortalizó (para el porvenir tanto igual da).
Ahora su vida y forma son una quimera, una conjetura que elude la razón y se confunde con el anhelo de los locos.